Filosofía, Literatura, Selección de textos by Carlos Javier González Serrano
21 diciembre, 2013
“Pues es de las opiniones de donde viene la persuasión, y no de la verdad” (Fedro, 259e-260a)
Hace algunos días tuve la
suerte de participar en la presentación de un nuevo libro recogido en la
colección “Clásicos europeos” de Plaza y Valdés Editores, dirigida por el
investigador Roberto R. Aramayo. Se trata de uno de los diálogos más breves (y
más desconocidos) de Platón: Ion, traducido y comentado excelentemente por
el profesor Javier Aguirre (UPV).
Para hacer notar la
importancia de esta obra platónica, quizás sea conveniente comenzar con una
alusión a El Banquete. En este diálogo, en el que, como es sabido,
asistimos a una reunión que tiene como anfitrión al poeta Agatón (que acababa
de ganar por aquel entonces un certamen trágico), y en la que se dan cita
diversas personalidades intelectuales de la época, Fedro (considerado el “padre
del discurso”) propone loar a Eros (amor) con los mejores discursos que los
contertulios sean capaces de proferir. Es en el quinto lugar, antes de la
intervención de Sócrates (y de su boca, la de Diotima), cuando toma la palabra
el propio Agatón. Un momento, hay que decirlo, muy esperado por todos los que
allí se dan cita: por un lado, por el estatus social que Agatón ocupa en el
encuentro (como hemos dicho, es el anfitrión), pero, sobre todo, porque no hay
quien ignore el dominio que el poeta posee del lenguaje, lo que convierte sus
discursos en verdaderas obras de arte que encandilan al más templado.
Sin embargo, debemos
imaginar desde muy pronto a un Sócrates escéptico respecto a esta intervención
de Agatón. Un Agatón que, sin embargo, comienza su elogio a Eros de una manera
en absoluto sospechosa: nada menos que con una advertencias de carácter formal
mediante la que avisa que “en primer lugar quiero indicar cómo debo hacer la
exposición y luego pronunciar el discurso mismo”, pues, a pesar de que sus
anteriores compañeros han hablado de muy variados asuntos, no lo han hecho, a
su juicio, del mejor modo posible, ya que “no han encomiado al dios, sino que
han felicitado a los hombres pos los bienes que él les causa”. La intención de
Agatón, nos cuenta él mismo, es descifrar la auténtica “naturaleza” de Eros,
para más tarde desprender de ella sus posibles efectos en la esfera humana.
Platón y la poesía. Ion.
Plaza y Valdés Editores, 2013, 208 pp., 16,50 euros
A pesar de su originaria -y
loable- intención, la intervención de Agatón cobra tintes evanescentes (muy
discutibles desde el punto de vista argumentativo) y culmina, finalmente, con
un bello himno en el que se exponen las más llamativas características de Eros.
Y es que, para Agatón, la música de las palabras desempeña un papel fundamental
en el ejercicio de su oficio. Un oficio que, a fin de cuentas (y él lo sabe muy
bien), consiste en el poder que sobre los sentimientos pueden ejercer las
palabras… si son expuestas de la manera adecuada.
La crítica socrática no se
hace esperar. Cuando Erixímaco pregunta al filósofo ateniense si no se siente
nervioso por la inminencia de su intervención, tan seguida de la maravillosa y
abrumadora ponencia de Agatón, Sócrates contesta: “¿Y cómo, feliz Erixímaco, no
voy a estarlo, no sólo yo, sino cualquier otro que tenga la intención de hablar
después de pronunciado un discurso tan espléndido y variado? Bien es cierto que
los otros aspectos no han sido igualmente admirables, pero por la belleza de
las palabras y expresiones finales, ¿quién no quedaría impresionado al
oírlas?”, es decir, se pregunta Sócrates, ¿quién no caería rendido y embelesado
ante el influjo que alguien como Agatón imprime a las palabras, con
independencia del tema tratado? Ahora bien, ¿es esto lo realmente importante
cuando de lo que se trata es de que la verdad haga aparición?
La puntilla la dará Sócrates
cuando sitúa al mismo nivel que al poeta al sofista Gorgias, de manera que a
Agatón le es asignado el papel de “poeta-sofista” -que a éste tan poco
gustará-. Si algo ha hecho el anfitrión del banquete a ojos de Sócrates, es
disolver la materia en la forma, derretir el concepto en la imagen y, en
definitiva, tornar el contenido del discurso en pura palabrería. Argucias que
nada tienen que ver con la intención socrática de “decir la verdad”. Al
filósofo le molesta enormemente que sus anteriores compañeros, y más incluso el
poeta Agatón, hayan perdido el tiempo “removiendo” todo tipo de palabras,
seleccionando distintos aspectos que, fueran o no ciertos, son presentados “de
la manera más atractiva posible”. Reprimenda sin parangón en los diálogos
platónicos, la que Sócrates propina a sus interlocutores tras la malhadada
intervención de Agatón.
Y es que Sócrates no desea
llevar a cabo una “ficción” de elogio a Eros, sino un elogio según la verdad de
la cosa. La oratoria, en este sentido, está fuera de lugar. Por contra, el
poeta no duda en regalar el oído del auditorio con la única finalidad de
deleitar a los presentes, algo que tan en contra está de la educación que
Platón presenta en su programa pedagógico de la República. Si acudimos,
por ejemplo, al Gorgias (502 b-c), comprobaremos cómo Sócrates
equipara la poesía trágica a la retórica, que sólo busca ofrecer placer al público
y, en última instancia, su admiración y la subsiguiente adulación. La
conclusión del filósofo es apabullante: “Así que la poética viene a ser una
demagogia”.
“Es a la verdad, querido
Agatón, a la que no puedes contradecir” (Banquete, 201 c)
No pensemos, empero, que
esta crítica moral deja fuera de juego a la poesía de manera definitiva, pues
tanto en Leyes como en República Platón reconoce en
repetidas ocasiones la labor educativa de la poesía y de los poetas, aunque,
eso sí, critica el modo en que éstos llevan a cabo su oficio. Un modo que
siempre habrá de estar guiado por la filosofía. Por ejemplo, afirmará que los
poetas nos seducen con “mentiras innobles” (República, 377 e) sobre los dioses,
a quienes envuelven sin ningún tipo de pudor en refriegas que sólo tienen lugar
en el terreno humano (guerras de amplio calado, truculentas historias de amor y
sexo, etc.). En opinión de Platón (ibid., 387 e), los llantos y las quejas de
los rapsodas deben ser eliminados de sus representaciones, pues lo único que
consiguen es que el público se sienta legitimado a actuar de igual manera en su
vida. Para el discípulo de Sócrates, el problema principal no es que las
historias que los poetas transmiten sean falsas, sino que son vergonzosas desde
un punto de vista moral (ibid., 378 b-e); por mucho que justifiquen sus
discursos a través del recurso a la alegoría, lo realmente dañino de sus
intervenciones es la impresión que generan en el auditorio. Una ciudad regida
por filósofos (ibid., 378 d) no puede permitirse este tipo de actitudes: todo
ha de estar encaminado a conseguir la excelencia de los ciudadanos.
Plaza y Valdés Editores, 448
pp. 28 euros
Como señala brillantemente
la profesora Rocío
Orsi en su imprescindible obra El saber del error. Filosofía y
tragedia en Sófocles (las páginas que dedica a Platón son particularmente
cautivadoras),
los poetas retratan el peor
perfil del hombre, su imagen cuando está dominado por su parte más irracional y
sensible, y así suscitan emociones contradictorias. De ese modo, los poetas
contribuyen al desarrollo de esa parte irracional, la alimentan y la
fortalecen, de manera que propician una relación jerárquica inversa entre las
partes del alma y aceleran así su corrupción. [...] [P]or eso, porque la
educación moral del ciudadano es la base sobre la que se levanta un estado justo
y en armonía, los poetas, esos poetas que la tradición ha entronado, no pueden
instalarse en la ciudad ideal. Allí sólo tendrán cabida los compositores de
himnos a los dioses y de encomios a los hombres buenos. [...] En definitiva, la
crítica de Platón a la poesía tradicional apunta a su carácter emotivo, a su
estímulo de las pasiones que alimentan lo peor que hay en nosotros.
Es decir, que el poeta, para
Platón, al cultivar su poco juicioso gusto por las atrocidades humanas, por el
infortunio, la calumnia o la muerte, retrata el peor de los perfiles humanos.
Un perfil que expone ante la atenta mirada de un auditorio ávido por escuchar
sus historias, en las que los personajes se encuentran bajo el fatal imperio de
lo irracional y lo sensible. Así, en el Ion (535 c-e), Sócrates
interroga al joven rapsoda sobre este asunto en particular: “¿Sabes, pues, que
también en la mayoría de los espectadores provocáis vosotros esos mismos
efectos?”, es decir, ¿sabes, Ion, que estáis haciendo un flaco favor a la
sociedad al procurar un ejercicio mimético sobre aquello que de peor existe en
nosotros? Si algo hay que imitar, es la virtud, mientras se evita el fomento de
actitudes que deforman lo real y que sólo nos transiten la pura apariencia de
las cosas.
Una crítica, la anterior,
que puede acompañarse de otra de corte epistemológico, cuando por ejemplo en Apología (22
a-c) Sócrates asegura que los poetas no hacen lo que hacen
por sabiduría, sino por
cierta cualidad natural e inspirados por un dios, como los adivinos y los
compositores de oráculos, ya que éstos dicen también cosas bellas, pero no
entienden nada de lo que dicen. Me pareció que, asimismo, los poetas
experimentaban una experiencia tal, y a la vez me di cuenta de que ellos creían
que eran hombres muy sabios, incluso en las demás cosas en las que no lo eran,
a causa de la poesía.
Así, la poesía no sólo
fomenta el delirio y la imitación de acciones que dejan a los seres humanos
desarmados antes las veleidades del Destino, sino que además Platón cree no
estar seguro de si poseen un conocimiento certero de su propia actividad, y más
allá, de aquello que cantan. Un aspecto que el Ion presenta desde el
comienzo (530 b-c):
Por cierto, Ion, créeme que
en numerosas ocasiones os he enviado a vosotros, los rapsodas, por vuestro
arte; pues conviene siempre a vuestro arte adornar el cuerpo y aparecer del
modo más hermoso posible; y por otro lado, os es necesario ocupar vuestro
tiempo en otros muchos y buenos poetas, y muy especialmente en Homero [...].
Todo esto es envidiable, pues uno no llegaría a ser un buen rapsoda si no
comprendiera las cosas dichas por el poeta. En efecto, el rapsoda debe llegar a
ser un intérprete del pensamiento del poeta para los que escuchan, y hacer eso
correctamente sin saber qué dice el poeta es imposible.
Y es que, a fin de cuentas (República,
VII), Platón no puede reconocer
otra ciencia, que haga al
alma mirar a lo alto, que la que tiene por objeto lo que es (el ser) y lo que
no se ve, ya se adquiera esta ciencia mirando a lo alto con la boca abierta, ya
bajando la cabeza y teniendo medio cerrados los ojos; mientras que si alguno
mira a lo alto con la boca abierta para aprender algo sensible, nuevo que
aprenda nada, porque nada de lo sensible es objeto de la ciencia, y sostengo
que su alma no mira a lo alto sino hacia abajo, aunque esté acostado boca
arriba sobre la tierra o sobre el mar.